lunes, 1 de noviembre de 2010

Los principios



Damas, caballeros...
... hacía mucho tiempo que en este salón no se publicada nada escrito por mí (escrito en el sentido de ficción). Hoy quiero ofreceros con uno de mis más modestos cuentos, escrito hace un mes, aproximadamente, para una amiga muy entrañable. En él, y como siempre me gusta hacer pequeñas reflexiones, introduzco a mi personaje principal de la serie policial y le doy un rol distinto al que suele ocupar. Es, por así decirlo, el relato de cómo comenzó todo en la mente y el corazón de Adan Evans.

Como siempre, este blog nunca se ha cerrado a críticas. Recuerden que si bien la crítica es una crítica, tiene que estar encaminada a un fin constructivo (de nada sirve si sólo alguien llega y se pone a gritar que esto no le gusta y luego a insultar a medio mundo). Como siempre, el deseo de todo escritor en fase de prueba es intentar hacerlo cada día un poquito mejor, y para eso necesito conocer la opinión de los lectores. La crítica constructiva, cuando está bien hecha y recalca los errores para lograr un bien, rinde buenos frtuso en la vida del escritor (a nivel de escritor y a nivel personal), pues se aprende a juzgar y a cuestionar lo mismo que se escribe con un criterio objetivo e imparcial. Además se corrijen defectos, se pulen cosas pequeñas en las que no siempre reparamos, y eso es lo que hace la diferencia a la crítica destructiva. Si tenéis una buena crítica (aunque sea para decirme que a vosotros no les gustó tal cosa o les parece de tal y tal modo) será recibida con los brazos abiertos, porque aquí estamos dispuestos a crecer y a mejorar siempre un poquito más. No hay mejor forma de avanzar en un camino que reconociendo las propias caídas y levantándose con más experiencia.

Sin mayor dilación (considerándose esto último como más dilación), os presento este modesto cuentito.


Los principios
La primera chispa


Este modesto cuento (que no es siquiera digno de ser dedicado a semejante persona) está dedicado a la señorita Lady Ginger. No es ni mucho menos lo que hubiera querido regalarte para una fecha tan importante como la celebración de la vida, pero mi “extraordinario y magnífico sentido de la ubicación temporal” me ha demostrado que no puedo terminar una nuvelle de fantasía en dos días. Sé que te gustan los cuentos policiales, y también sé que te gusta Adan Evans. Lamento, no obstante, no haber podido pensar una nueva historia policial, como las que a mí tanto me gusta encaminar y a ti tanto te gustan leer. Conserva las esperanzas de que, quizás más adelante, puedas recibir la parte buena del obsequio. Por el momento, espero que veas en este cuento un signo sensible del cariño y la admiración que te tengo. Porque quizás este mundo necesite más hadas de luz como tú, y tú cumples a la perfección el cometido de llevar más amor y color a este mundo, feliz cumpleaños, querida amiga.

Adan Evans también necesita tener una niñez, por más triste que sea esta en algunas ocasiones. Era necesario que el detective tuviera una firme razón para serlo. Porque los grandes dones… conllevan grandes responsabilidades.



El niño caminaba por la quieta calle de Londres. El aire soplaba calmo y la fresca tarde de primavera invitaba a pasear un rato por el querido y familiar vecindario. Adan Evans era un niño bastante atípico y peculiar para su edad. Pero decir esto es una imprecisión en la descriptiva expositiva. En principio hay que señalar que (como casi todo el mundo sabe) no todos tenemos las mismas características, y he allí la causa de las desigualdades y que todos (en cierta medida) seamos atípicos. Convengamos, ¿cómo sería el mundo si todos fuéramos idénticos? Corresponde, por tanto, indicar qué clase de “atipidez” poseía Adan Evans.
Era un niño Delgado, pálido y bastante alto para su edad. El aspecto general era enclenque y su pelo azabache le daba un aire más desahuciado. Unos brillantes ojos verdes centelleaban en lo alto de su cabeza, y este era el único signo visible que delataba la particularidad de aquel jovencito. Sus ojos eran increíblemente suspicaces y llenos de una sagacidad impropia en un muchachito de nueve años. Por otra parte, no era muy aficionado al deporte, jugaba mucho al ajedrez, le gustaban los cálculos y los números y tenía una facilidad pasmosa para hablar latín y francés. Pero si algo sorprendía, algo que verdaderamente estaba fuera de lo común, era su increíble capacidad para resolver problemas, para generar nuevos enigmas y para penetrar todo con una mente afilada que no dejaba cabo suelto en cualquier dificultad. Si se le presentaba un problema cotidiano, antes de proceder a resolverlo, lo primero que hacía era analizarlo en todas sus formas para hallar la verdadera solución. Como detalle curioso, y fuera de los ya señalados, podemos destacar que tenía cierto gusto morboso por romper aparatos y volver a armarlos, jugar con el laboratorio de su padre y mirar las estrellas en las noches de verano.
Pero el niño, que a esta altura ya debe estar bien descripto, sólo se dedicaba a caminar, paseando, observando y disfrutando de la bella primavera. Fue un grito lo que lo puso en guardia. Era un chillido amortiguado que provenía de sus espaldas. De inmediato se volvió, tratando de aguzar la visión para detectar de dónde provenían esos quejidos, y pudo distinguir, a lo lejos, un grupillo de muchachos de diecisiete años que caminaban con prisa hacia donde estaba él. Sabía que no le quedaba tiempo para huir, con lo que decidió esconderse en una callejuela lateral. De pronto parecía que el día había corrido demasiado rápido tras el atardecer, que las lámparas de sodio no alumbraban lo suficiente y que la callejuela se hacía más angosta y no parecía terminar. Al fin terminó, y Adan comprobó con estupor que no era una callejuela, sino un callejón del que no había ninguna escapatoria.
Volvió su rostro buscando algún refugio seguro, un lugar en donde no pudiera ser visto por los muchachos que se acercaban riendo y jurando con palabras extrañas y ajenas. Vio a la tenue luz de la farola un montón de cajas y dos botes de basuras. Decidió que eso debería bastar por el momento, y confió plenamente en que la Divina providencia no pusiera a los muchachos en ese callejón. Sus esperanzas, sin embargo, se vieron reducidas cuando oyó que las risas se hacían más nítidas, que los pasos comenzaban a resonar por el callejón…
Se quedó quieto y trató de serenar su respiración. Por la conversación que mantenían, sabía que esos muchachos no le tendrían consideración si lo veían por allí.
—Pongan a la rata en el suelo —dijo una voz—. Es increíble que la ratita de mamá no se haya defendido ni un poquito. Maldito nazi, ahora aprenderá lo que es bueno.
—Está a nuestra merced —replicó una segunda voz.
El niño oyó un ruido de arrastre y luego un golpe seco, como si tiraran algo muy pesado al suelo. Adan decidió que podía sacar un poco la cabeza para ver mejor.
Lo que vio lo dejó pasmado. Un jovencito de trece años yacía en el piso, atado de pies y manos, con un balde en la cabeza y un montón de cinta aislante en el cuello y la barbilla. Emitía leves quejidos, como si intentara gritar y respirar al mismo tiempo, pero los otros, en lugar de quitarle sus ataduras, comenzaban a extraer navajas y palos de bolsillos y mochilas que llevaban al hombro. El más alto de todos ellos, el que había hablado por primera vez, parecía también ser el primero que iba a golpear con una cachiporra. El golpe no se hizo esperar. El palo cayó sobre la cubeta y resonó como una campana. El niño de trece años gritó, quedándose sin aire, gritó y gritó hasta que sus pulmones estuvieron a punto de reventar, como si el dolor fuera insoportable.
—¿Te dolió, desgraciado? —le preguntó otro de la comitiva—. Espera a que acabemos esta noche, y luego nos dirás qué es dolor.
Fueron dos palos más a la cabeza del niño, quien había dejado de moverse, y su respiración se hacía más dificultosa. Adan estaba atónito, incrédulo; no podía pensar que lo que estuvieran haciendo fuera realidad. Habían sacado las navajas y practicado incisiones en los brazos y piernas del niño, causa de más gritos y de más dolor, y habían comenzado a arrancar de tirones la cinta aislante, dejando trozos de piel a su paso.
Los gritos del niño se habían vuelto insoportables. Adan notó que sobre el cielo crepuscular se arremolinaban unas nubes de tormenta. En la lejanía oyó un trueno. Luego vio un relámpago y poco tiempo después tronó con mayor intensidad. Las primeras gotas comenzaban a caer, movidas por el viento. De seguro esa sería una de las mejores tormentas del año.
La pandilla había levantado al niño, y había le sacado el balde de la cabeza. Adan casi soltó un grito al ver el rostro del niño: Estaba lleno de sangre, uno de sus ojos estaba morado y cerrado, la nariz estaba partida, y el niño parecía inconciente.
—¡Defiéndete! ¿Por qué no te defiendes?
Cayó un garrote sobre su cara, dejando los ojos ensangrentados y la nariz destruida por completo. El niño se tambaleó un par de pasos hacia atrás, pero un golpe en la espinilla con una bota remachada en acero lo hizo adelantar para recibir dos golpes en el lado de la cabeza. El aguacero había comenzado, y las gotas de lluvia se convertían en baldazos de agua por el viento.
—¡Defiéndete como un hombre!
Otro golpe en el otro lado de la cabeza, un nuevo tambaleo y un nuevo empujón. Un garrote en el estómago, dos patadas en la espinilla y un golpe en la boca. El pobre niño se ponía de rodillas, pues no resistía más el dolor, pero los demás lo levantaban de la chaqueta y lo obligaban a ponerse de pie mientra lo masacraban como sólo los animales podían hacer. Le arrancaron mechones de cabello con gran parte del cuero cabelludo, le tiraron las orejas hasta hacerlo sangrar y los puñetazos en el pecho y los palazos en el estómago no pararon, intercalados de vez en cuando con un garrote en la cabeza. El niño perdía cada vez más el conocimiento. Con horror notaba cómo dejaba de ver a sus agresores, de oír los truenos, de tener ganas de respirar…
Finalmente lo tiraron de espaldas y comenzaron a golpear sus piernas sin parar, y en una ocasión Adan pudo oír cómo un hueso crujía al romperse de una forma horrenda.
El jovencito sólo musitaba frases suplicantes llenas de peticiones de misericordia, pero los captores estaban en un grado elevadísimo de placer violento y destructivo, destruyendo, aniquilando y desmoronando. Habían perdido toda conciencia, ahora sólo la bestialidad dominaba sus impulsos.
El niño lloraba y gritaba cada vez más tenuemente, pero ese no era indicativo de que su dolor disminuyera, sino de que comenzaba a expirar lentamente.
Adan negó con la cabeza. No podía permitir que lo mataran, no podía… Pero qué podía hacer él. Si acaso llegaba a decir “no”, de seguro él terminaría peor que ese niño… Necesitaba pensar, y debía hacerlo rápido, pues una vida corría peligro. Una luz brotó en su interior.
Cuidando que ninguno de los rufianes lo viese, caminó en dirección a la salida del callejón. La lluvia y los truenos, que formaban charcos inmenso de agua, cubrían toda la visibilidad y dificultaban el moverse con sigilo; no obstante, le jugaron a favor, pues entre las risas sádicas, los gritos y el bullicio, nadie le prestó atención y consiguió salir de allí. El resto estaba en saber actuar de un modo convincente y gritar lo suficiente como para acallar el clamor de la tormenta.
—¡Guardias! ¡Guardias! —gritó una voz infantil que venía desde la boca derecha del callejón, justo por donde habían entrado hacía un momento.
Los pandilleros se vieron unos a otros, atónitos, sorprendidos y atemorizados, y comenzaron a preparar la retirada. Guardaron todas sus armas y tomaron al niño por la pechera.
—Escucha con atención —dijo el más alto de la pandilla—: Eres una rata inmunda y asquerosa. No mereces vivir en un país como este, porque eres un desgraciado alemán, un maldito nazi. —Acto seguido le escupió en el rostro—. No quiero volver a verte caminar, porque si lo hago, te juro que no estarás vivo para contarlo después.
El delincuente lo elevó del pecho de la chaqueta, y luego lo embistió contra el duro piso de cemento. La cabeza del niño de trece años se estampó contra el pavimento y después de emitir un débil gemido, se quedó inmóvil.
—¿Lo mataste? —preguntó otro miembro de la pandilla.
—¿Y qué si lo hice? —repuso el otro.
—¡GUARDIAS, POLICÍA!!! —volvió a gritar la voz pidiendo auxilio—. ¡POR AQUÍ! ¡ESTÁN EN EL CALLEJÓN!
—¡RETIRADA! —gritó el jefe, y toda la pandilla comenzó a trotar en medio de charcos de agua, recibiendo los baldazos de agua en todo el cuerpo.
Salieron presurosos del callejón y miraron a ambos lados con desesperación, de la misma manera en que un roedor ve próximo su fin. Finalmente uno de los pandilleros tomó el camino izquierdo, pues por allí perderían al policía de turno. Soltando maldiciones e improperios, los delincuentes corrieron hasta que sus pasos se perdieron en el fragor de los truenos.
Adan Evans salió de su escondite y corrió presuroso hacia el callejón. Sus pobres piernas no le permitían ser muy veloz, la ropa empapada, la continua lluvia y los charcos se tornaban dificultosos para sortear. Finalmente llegó al lado del cuerpo inerte del pobre muchacho que habían masacrado.
—¿Estás bien? —preguntó Adan casi con desesperación.
Se colocó al lado del muchacho y lo volvió para examinarlo. Su madre sabía hacer pasteles, hablaba varios idiomas y era una renombrada violinista. Su padre era un hombre de cálculos, de libros y de ciencia. Pero nunca le habían enseñado qué hacer en esos casos.
El joven aparecía magullado y casi deforme, con una nariz sangrante y un ojo al borde del derrame. Su mano estaba magullada y tenía fuertes golpes en la cabeza.
—¿Me oyes? —gimoteó Adan, cada vez más asustado—. Soy Adan Evans, ¿cómo te llamas tú? ¿Sigues conciente?
El muchachito respiró entrecortadamente e intentó abrir un maltrecho ojo. Reconoció a Adan en medio de la oscuridad y a pesar de que su visión se nublaba.
—¿Dónde están? —preguntó.
Su voz era entrecortada y ronca, con profundos jadeos y grandes dificultades.
—Los distraje —respondió el niño—. ¿Te sientes bien? ¿Te golpearon mucho? ¿Recuerdas a dónde vives? Dime algo. No… no te mueras… por favor… no te mueras…
—Benjamin… —dijo el muchacho—. Me llamo Benjamin Brosky…
—No te duermas —dijo Adan quedamente—. ¡Por favor, no te duermas!
Cada vez estaba más desesperado. En un arranque de pavor, había sostenido la mano al muchacho, como para evitar que se fuera, tratar de que no se sintiera solo. Sin darse cuenta de ello, Adan Evans estaba presenciando uno de los sucesos más trágicos, más temidos y dolorosos para los hombres. La muerte se hacía presente en aquel callejón como una sombra que comenzaba a cubrir la luz de la vida. Y la pequeña lucecita, cada vez más mortecina, cada vez más débil, se apagaba lenta y silenciosamente.
—La cabeza… —musitó el joven tendido en el suelo.
El agua se acumulaba a su alrededor, dejando buena parte de su cuerpo sumergida.
—¿Quieres que vaya por ayuda?
Adan hizo amague de levantarse, pero de inmediato lo sorprendió la mano del joven que yacía en el suelo. Con las pocas fuerzas que aún conservaba tras la paliza, logró retener a Adan y hablar quedamente: “No te vayas”, le dijo.
—Debo buscar ayuda —replicó el niño, tratando de hacerle entender.
El jovencito negó con la cabeza.
—Quédate, Adan…
—Necesitas ayuda. No te puedes quedar allí tendido.
El joven ya no respondió. Sólo se limitó a estrechar más la mano de Adan Evans y poco a poco el niño comenzó a sentir que esta se ponía más fría. El jovencito cerró los ojos con cansancio, como si le pesara mucho seguir manteniéndolos abiertos, y fue aflojando la presión en su mano. Sólo dijo una palabra más antes de dar su último suspiro: “Gracias”. Después de pronunciarla con esfuerzo, respiró por última vez y se quedó quieto, quizás demasiado quieto. En ese mismo instante, como comprendió con horror el pequeño niño de nueve años, quien nunca antes había visto tan de cerca a la muerte llevarse una vida, en lo más profundo de aquel inocente se había apagado la llama de la vida, que había crepitado con todo su vigor hasta ese momento, que había batallado en vano para no apagarse, luchando contra el viento y la marea.
Los ojos no volvieron a abrirse, el corazón no volvió a latir, los pulmones no volvieron a inflarse, la mano no volvió a apretarlo. Su mano. Estaba fría y sin vida, pero él seguía recordando con cuánta desesperación lo había tomado, con cuánta súplica le había implorado que se quedara a su lado. Ahora lo entendía. No quería morir solo. Había muerto sabiendo que estaba muriendo.
Adan se puso de pie, como temiendo que la muerte también quisiera llevárselo a él, mirando a su alrededor, despavorido y desconcertado. No le gustaba estar desconcertado. Pocas veces en su vida lo había estado, y esa era una de ellas. No sabía qué debía hacer en una situación semejante, ni a dónde debía ir, ni con quién debía dejar el cuerpo del pobre muchacho que había muerto sin tener que morir.

Elizabeth Dawson de Evans corrió a abrir la puerta cuando oyó a su hijo gritar desde fuera. Era una mujer alta, esbelta y de facciones delicadas. Al abrir, su pequeño se abalanzó en sus brazos y rompió en llanto histérico, como pocas veces lloraba un niño en su vida.
De inmediato llegó corriendo su padre, David Evans, alertado por los golpes en la puerta y por el llanto del niño. Ambos padres estrecharon al pequeño Adan entre sus brazos, sabiendo que sería inútil preocuparse por saber qué había sucedido mientras no tuvieran la declaración del niño; era un error teorizar sin pruebas, con lo que el niño podría estar llorando así por haber robado alguna minucia o por haber sido raptado. Cuando el niño se tranquilizó, su madre levantó su rostro y lo examinó a la luz de las lámparas.
—¿Te sientes bien, hijo?
—Yo…
—¿Por qué tienes tanto barro?
—Yo…
—¿Y esa sangre?
Su madre comenzaba a preocuparse al ver el estado en que había regresado el niño.
—¿Estás bien, Adan? —preguntó su padre con preocupación.
—Una pandilla —dijo el niño—. Una pandilla atacó a otro chico. No pude detenerlos. Los distraje demasiado tarde. Lo mataron.
Sus padres se miraron entre sí perplejos. El niño estaba más tranquilo, aunque su respiración era entrecortada. Por lo demás, se encontraba algo pálido y agotado.
—¿Tú lo viste? —preguntó su madre.
—Yo estaba a su lado cuando… cuando murió.
—¿Cómo distrajiste a la pandilla? —inquirió su padre.
—Salí del callejón en donde se habían metido, fui al camino por donde habían ido y metí la cabeza en un contenedor de metal; luego grité lo más fuerte posible como llamando a un policía, y poco tiempo después huyeron despavoridos.
Su madre lo atrajo hacia sí y lo estrechó fuertemente entre sus brazos. Su padre corrió al teléfono y llamó a la policía.

El niño ya se encontraba más repuesto cuando tocaron al timbre. Estaban los tres Evans sentados a la mesa, tratando de que Adan tomara un bocado antes de irse a la cama, cuando dos oficiales de Scotlan Yard entraron a la sala.
—Buenas noches —saludó el señor Evans en general.
—Buenas noches, señor…
—… Evans. David Evans.
—... Evans. Buenas noches, señor Evans. Soy el inspector Otis, y el caballero es el oficial Ograydie; somos de la división homicidios. Desearíamos hablar con el que vio todo el asesinato, creo que es su hijo.
—El niño no está en las mejores condiciones —explicó el señor Evans—. Espero que puedan entender su relato.
El niño habló durante veinte minutos, tratando de ser lo más claro posible, de dar la mayor cantidad de descripciones y de lograr que los que habían asesinado al pobre muchacho entraran en la cárcel.
—¿Dices que le dijeron “nazi”?
—En efecto —respondió Adan—, justo antes de tirarlo al suelo.
—¿Usted qué piensa, Ograydie?
—Debía ser un nazi refugiado en Inglaterra, quizás por eso lo mataron. Quizás parientes de un soldado caído en la guerra…
—El muchacho se llamaba Benjamin Brosky —dijo Adan Evans con total inocencia—. ¿No le dice nada eso, señor?
—¿Qué quieres decir, pequeño? —preguntó el oficial de policía con deferencia.
—Que tanto el nombre como el apellido son más judíos que alemanes. Mi madre me contó que al estallar la guerra muchos judío-alemanes que vieron peligrar su vida huyeron del país y se refugiaron en los Estados Unidos, entre ellos, ese científico, el señor Albert Einstein.
—Sigo sin entender —dijo Ograydie.
—Pues está más claro que el agua —dijo el señor Evans—: Mi hijo quiere decirle que es más probable que sea un judío refugiado que un nazi que ha escapado. Hay que investigarlo, por supuesto, pero creo que tendrán más suerte si investigan a los judío-alemanes en lugar de los nazis…
—Creo que tiene razón —sentenció el inspector Otis—, pero recuerden que será difícil atrapar a los perpetradores de este crimen.
—¿¿¿Qué???? —exclamó Adan con pasmo—. ¡Pero lo mataron! ¡Lo mataron!
—Sabemos que lo mataron, ya llevamos el cuerpo a la morgue, pero seguimos sin tener pruebas que apunten a… —dijo el oficial Ograydie.
—¡Usted es un estúpido! —gritó Adan colérico.
—Adan Evans —dijo Elizabeth Dawson detrás de su hijo—, no te hemos enseñado a tratar así a las personas.
—Pero sí me han enseñado a decir siempre la verdad. ¿Cómo no van a poder encontrarlos? ¡Les di la descripción de todos!
—Una descripción que resulta muy general, ¿o no sabes, niño, cuántos pandilleros hay en la ciudad? No hay huellas dactilares, ni las armas ni nada que nos lleve hacia los posibles sospechosos.
—Pero…
—¿Qué? ¿Tú sí puedes llegar a ellos?
—Esos pandilleros sabían que Benjamin Brosky era alemán, y quizás, como otros que conozco, no supieran que su nombre es completamente judío. Quizás esos pandilleros, si podían saber eso, vivan cerca de la casa del chico, o frecuenten comúnmente las colectividades judías en donde se hacen refugios. Habría que…
—… habría que cerrar la boca, acallar la imaginación y dejar que los oficiales adultos se hagan cargo de esto, niño —escupió Ograydie con fastidio. Parecía deleitarse en usar el vocativo “niño”.
—Le prevengo de dirigirse en esos términos a nuestro hijo —dijo el señor Evans con firmeza.
—Y yo le sugiero que hagan que su hijo tenga más respeto por la autoridad.
—Si respetar la autoridad significa —dijo Elizabeth Dawson— someter toda nuestra vida en manos de gente inepta, entonces estoy segura de que jamás le enseñaría a mi hijo a obrar así.
—Creo que nos estamos excediendo en este asunto —apuntó el inspector—. Nosotros no deberíamos darles cuentas a ustedes, ya que no son la familia del muchacho.
—En cualquier caso, es cierto que tienen pocas esperanzas de atraparlos? —preguntó el padre de Adan—. Mi hijo dio en el clavo hace un rato…
—… la gente —resopló el oficial Ograydie con gesto cansino—. Todo el mundo cree que ser detective es fumar en pipa y usar gabardina, tener mujeres y salir a perseguir criminales, o, en su defecto, también se hacen la deformada idea de que es menester ponerse a trabajar con una lupa y buscar pistas. Eso sólo ocurre en las novelas de misterio.

Después de un par de comentarios más, los oficiales de policía se marcharon del domicilio cómodo y modesto de los Evans. Adan había quedado verdaderamente disgustado de su encontronazo con ese hombre del que no recordaba el nombre. Sus padres habían intentado darle ánimos, esperanzarlo, convencerlo de que se podría hacer algo. Pero el niño seguía obstinado en que con persona así trabajando, difícilmente se llegaría a dar con los culpables de ese asesinato.
Sus sueños aquella noche no estuvieron exentos de vivenciar todos los momentos trágicos del callejón. No podía dejar de recordar en sueños, una y otra vez, como si su espíritu lo estuviera acusando de cobarde o traidor, la mano de ese pobre muchacho que no conocía, suplicándole que se quedara a su lado, y luego pidiéndole que encontrara a sus asesinos. Un par de veces despertó con la sensación de que tenía cierta culpa. Al fin y al cabo, él era el único que había estado cerca del muchacho en el momento de la paliza, y él era el único que había podido hacer algo por el desventurado joven. Quizás si hubiera reaccionado antes, si hubiera hecho su treta un poco antes… si los hubiera enfrentado en lugar de quedarse allí tendido… Pero ¿qué podía hacer él? Él era poco más que un gusano con patas, lo demolerían en cincuenta segundos. Y de nada servía atormentarse, pues el mal ya estaba hecho, y ahora ese muchacho había muerto cruelmente, sin ningún ser querido al lado, sólo con la persona que lo había salvado, y para peores de males, la persona que lo había salvado de nada. Ahora debía encontrarlos… Pero los encargados no podían… eran incapaces… eran unos incompetentes… unos idiotas… Llegó a la conclusión de que los policías no servían para nada, sólo para estorbar, molestar, obstruir y llevar injusticia.

«Asesinato en el callejón de Hambrury.
»La pasada noche de mayo, un joven de trece años, al que sus padres han pedido que no se identifique para mantener el luto, fue violentamente asesinado por una pandilla juvenil de Londres, que, como tantas otras en estos accidentados tiempos que corren, se dedican a perseguir a alemanes refugiados en el país, confundiéndolos con nazis y torturándolos hasta la muerte. El niño que asesinaron salvajemente la pasada noche resultó ser miembro de la colectividad judía, quienes viven en refugios especialmente preparados para ellos y evitar que la masacre de Adolf Hitler siga adelante.
»El muchacho presentaba graves heridas, fuertes contusiones, derrames internos y cortes prolongados en todas sus extremidades. Asusta ver el sadismo con el que acabaron con esta vida. El forense no ha detallado más sobre la autopsia del cadáver, ya que hay detalles morbosos que podrían atentar contra la sensibilidad de los lectores.
»La investigación de la muerte está siendo llevada por el inspector Mark Otis, y por su joven y prometedor asistente, el oficial de homicidios el señor Richard Ograydgie. A pesar de contar con fabulosos genios en materia criminalística, se hace dificultosa la busca de los pandilleros que acabaron con la vida del desafortunado joven. “Los crímenes más sensacionales suelen ser los de más difícil solución”, declara el inspector Otis a nuestro enviado especial. “Sin embargo, estamos haciendo todo lo que está en nuestra mano para evitar que este delito quede impune”, dijo el oficial Ograydie tras las declaraciones de su superior.
»Rogamos a toda la población que, si alguien sabe algo sobre el brutal ataque a este pobre joven, quien será sepultado en el cementerio (…), el día diecisiete de este mes a las trece horas, se comuniquen con la redacción o bien con Scotlan Yard. Ayudemos a que estos delitos no queden impunes».

El artículo del periódico había aparecido crudamente, indicando una aplastante y dolorosa realidad que Adan no quería reconocer: La policía había cerrado por completo el caso. Era regla general que, si la policía conseguía resolver algo (cosa que muy pocas veces ocurría), los periódicos publicaran como mínimo cinco páginas sobre el maravilloso accionar de la policía. Era regla general que, si la policía daba por cerrado un caso (pero el periódico no quería dejar traslucir su incompetencia), publicaran un petitorio de ayuda y citaran los motivos por los que la investigación se dificultaba. Conforme avanzaban los días, Adan se convencía de que ese horrible homicidio quedaría sin ningún culpable, que todo se olvidaría en el tiempo, que los padres del pobre Benjamin Brosky morirían sin saber quiénes le arrebataron a su hijo, que jamás se haría luz. Era dolorosamente conciente de que sus esperanzas se perdían.
El muchacho que le reclamaba en sueños comenzó a desaparecer progresivamente de sus pesadillas, pero no de su vida por entero. Había descubierto algo más aquellos días: Él no era ningún niño idiota. Todo lo contrario, Adan Evans tenía facultades extraordinarias para reaccionar en circunstancias difíciles. Las ideas brotaban a manantiales de su mente. Cuanto más decían los medios que era imposible resolverlo, más creía tener formas de encontrar a los asesinos. Y con el correr de los días, además, había centrado su atención en otros casos que la policía, para variar, no conseguían resolver, dándose cuenta con pasmosa incredulidad que la solución estaba al alcance de la mano. Había hecho una carpeta con recortes de periódicos y distintas anotaciones marginales (hechos con lápices rojos y verdes) en las que señalaba posibles formas de encontrar más información o de hallar una solución con lo lamentablemente expuesto en los casos que consignaba. Y cuando su padre lo revisó, no dudó en ningún instante en asentir con la cabeza y quedarse mirando el vacío durante unos momentos; y en su padre eso era signo de que las cosas se estaban haciendo bien.
El último hecho destacable de esta reseña en la vida de Adan Evans ocurrió el diecisiete de mayo de mil novecientos cuarenta y tres. Aquel día, como todos sabemos gracias al artículo periodístico que he rescatado de los anales de la memoria humana, se auspiciaría el funeral del pequeño Benjamin Brosky. Sus padres, oriundos de Alemania y judíos desde su nacimiento, habían decidido invitar, dado a que él había sido el primero en dar la alarma, al pequeño Adan junto con sus padres, pues era lo mínimo que podían hacer.
Adan recordó la ceremonia como una de las más brumosas, tristes y aburridas de toda la historia. Predominaban la tristeza y la negrura, siendo el aburrimiento la reacción más lógica a no conocer los ritos judíos de los funerales. Sin embargo, como se hallaban en tierras extranjeras y los tiempos que corrían no eran idóneos para un funeral judío a lo grande, asistieron pocas personas a la lamentable ceremonia, los hombres se pusieron el kipá, como era costumbre entre el pueblo hebreo y señal de respeto, y se pronunció un solemne discurso antes de las oraciones finales. Adan sólo pudo escuchar una parte del discurso, mientras un frío viento, impropio para la primavera, se llevaba el resto de las palabras.
—Resulta difícil ver cómo una joven vida se extingue tan pronto —decía el Rabino que dirigía la ceremonia—, y ante esto sólo podemos contemplar el inmenso dolor que nos produce ver a los padres del joven Benjamin dolientes y llorosos por la pérdida de su hijo. No hay nada más triste para un padre que enterrar a su hijo, pero los designios del Señor son algo infuso y que escapa a nuestro entendimiento. Por largos años nuestro pueblo vagó en el desierto, hasta llegar por fin a la tierra que el Señor había prometido a Moisés. Por tres largas generaciones, Abraham, Isaac y Jacob, luego llamado Israel, habitaron como extranjeros en las tierras de los cananeos, en la tierra que el Señor le había prometido a Abraham, nuestro padre, cuando aún estaba en Ur de los Caldeos y tenía setenta y cinco años. —Largo silencio—. Quizás las vueltas que tuvo Yahvé para con su pueblo jamás sean conocidas, pero lo cierto es que esas vueltas, que a nuestros padres les parecieron increíblemente dolorosas y amargas, tenían una razón de ser en la santa voluntad de Dios, y como Dios es Todopoderoso, debemos aprender que todo lo que ocurre a nuestro alrededor y a nosotros mismos es sólo porque Dios lo permite. Nos dolerá ver partir a una joven vida? Es evidente que sí, claro está. Pero creo firmemente que debemos confiar en que los actos de justicia, el cumplimiento de la ley y la adhesión vital de este muchacho a la fe de sus padres sean el motivo por el cual sea acogido en el Seno de Abraham hasta que llegue el momento en que goce de la promesa de salvación que tiempo atrás nuestro Señor le hizo a David. Hoy confiamos en esto para consolarnos pobremente, pero no deja de doler que el joven Benjamin fuera vilmente asesinado. A una persona que no ha hecho injusticias, que no ha cometido acciones propiciatorias del mal, a una persona que ha sido tocada con el beneplácito de la misericordia de Dios por haber sido grata a los ojos de Dios, y a una persona que, por sobre todas las cosas, y como todo su pueblo, fue perseguida, expatriada y expulsada, hasta llegar aquí, resulta doloroso que sea asesinada injustamente. ¿Dónde está el designio de Dios? ¿Dónde está la justicia? ¿Dónde se manifiesta la misericordia? Preguntas que quizás nunca lleguemos a responder, quizás sean preguntas que escapan a nuestra vida. ¿Por qué los enemigos, los malvados y los impíos no son castigados, como rezan los salmos de David? Confiemos en que la mano de Dios, la misma mano que castigó con crueldad a los captores de Egipto, la misma mano que condenó a Sodoma y Gomorra, la misma mano que dirigió la onda de David para vencer a Goliat, la misma mano que encaminó a los ejércitos a conquistar a los cananeos, sea la mano que caiga ferozmente sobre los malvados e impíos.
El discurso terminó con más lágrimas, con sollozos contenidos y con Adan Evans atónito. Sabía que, al menos en gran parte del discurso, el Rabino había errado garrafalmente, según la educación cristiana que había recibido desde pequeño. Pero había habido algo en ese discurso que lo había tocado fuertemente: ¿En dónde estaba la justicia? ¿En dónde estaba la verdad? Adan sabíaque el arrepentimiento verdadero de los hombres podía alcanzar la misericordia y el perdón. Pero también sabía que había crímenes que debían ser juzgados por los tribunales de los hombres. Y para esos juicios era necesaria la verdad. Esos tribunales no perseguían la venganza, la ley del Talión, el rencor ni el odio, sino que cada quien, aún en el mundo terrenal, recibiera lo que le era propio. Y para eso se necesitaba la verdad.
Los policías que se habían hecho cargo del caso de Benjamin habían privado de la verdad a muchas personas. y era justo, al menos, que los asesino de Benjamin Brosky recibieran su condena por semejante falta a los ojos de los hombres y a los ojos de Dios. Sabía que, por más daño que hubiese hecho una persona, no se podía infligir ese mismo daño a quien lo hubiese cometido, pues sería caer en la venganza, el placer de ver sufrir, el deseo morboso y orgulloso de equilibrar la balanza a favor de una parte, satisfacer la perniciosa necesidad de verse retribuido, en cierta y retorcida medida, con el dolor de los que habían causado dolor. Sabía que si eso ocurría, el mundo sería un círculo de dolor y odio que no acabaría jamás.
Y con sus escasos nueve años, Adan Evans comprendió al fin que para evitar el dolor y la venganza, para llevar la justicia verdadera a los hombres y para impedir la propagación de la maldad, era necesaria la verdad. Y que privar a todo el mundo de la verdad, era privar a todo el mundo de la justicia. Y la justicia debía ser el equilibrio. Y nadie llevaba verdad a los asuntos oscuros. Y los asesinos de Benjamin Brosky jamás serían juzgados por los tribunales de los hombres. Y la memoria manchada en sangre del desventurado joven quedaría siempre enturbiada por las aguas de la mentira y de la omisión. Y era necesario hacer algo.
Tuvo que obligarse a despedir como correspondía al pobre joven al que había visto morir, al que había sostenido mientras moría, y, en frente de la tumba recién cerrada, elevó una única plegaria a los Cielos: Que ese muchacho, sin importar cuáles hubiesen sido sus creencias, encontrara, aunque más no fuera por sus actos de justicia, la misericordia y la paz. Sólo al salir del cementerio una idea se alojó en su cabeza.
El frío viento azotaba su rostro. El pequeño estaba tomado de la mano de su madre, y su padre apoyaba su mano sobre un hombro mientras los tres caminaban hacia la salida en un respetuoso silencio. Recordó en ese momento todos los recortes que había juntado en esos últimos dos días, y supo que en el mundo entero se ocultaba la verdad tras los engaños, tras la oscuridad y tras el crimen. La maldad se cernía sobre los corazones, debilitaba a los hombres y traía sufrimientos y angustias. Una lágrima resbaló por su mejilla, perdiéndose prontamente, ocultándose tras una firme determinación que había nacido en el corazón del pequeño.
Sabía que de algún u otro modo, un modo que él mismo encontraría en algún u otro momento, debía dedicarse incansablemente, durante el resto de su vida, a llevar la verdad allí a donde abundaba la mentira, sirviendo siempre al bien, a la justicia y a la honestidad. Desde aquel día, dedicaría su vida y sus esfuerzos al servicio de la verdad y de la justicia. Y hallaría una forma. Estaría siempre alerta. Nunca dejaría de combatir contra la mentira. Siempre encontraría la verdad que se hallaba oculta en una maraña de tinieblas. Lucharía incansablemente por encontrar la verdad.


Fin.


Sir Nícolas Vásquez de Aragón.


4 comentarios:

Anónimo dijo...

¡¡¡¡¡Muchas gracias por la hermosa dedicatoria!!!!
Pero no digas que no es digno, es un cuento precioso, que me emocionó mucho cuando lo leí, justo ahora hace un mes. Creo que es un gran principio para la historia de Adan Evans. LO que nos permite entender porque es y actúa como lo hace. Es un gran cuento, un cuento que te emociona desde la primera línea, un cuento que me hizo llorar de rabia como al joven Evans. Es, en resumen, un magnífico regalo de cumpleaños.

Gracias, de corazón.

Besitos de jengibre.

Los Fantasmas del Paraíso dijo...

Opino como Jengibre: es un gran punto de partida para Adan Evans, una manera clara para explicar por qué es como es. Y es una gran idea darle un motivo y un nacimiento a ese carácter, a ese Adan Evans que conocemos. Por cierto, me puse la mar de contento mientras lo leía porque ¡yo también pensé "ese nombre no es alemán"! No llegué a pensar lo de que fuera judío, pero bueno, normalmente en estos libros siempre voy por detrás de la trama xD
Un saludo.

Nicolás dijo...

Es que siendo Adan Evans una especie de superhéroe, un justiciero sin ningún poder sobrehumano, necesitaba, por fuerza, tener una razón para ser como era. Lo curioso es que tengo dos ideas más para completar un terceto de "Los principios". A ver qué se me ocurre.

Y por nada, sabía que te gusta mucho este personaje. Y si te he hecho llorar de rabia, entonces sé que he cumplido el cometido (cómo admiro esa capacidad de Dikens de poner al lector en la situación que él quería).

También desde el corazón, por nada, es lo mínimo que podía hacer para un día tan especial.

¡Elen síla lumenn omentielmpo!

Nicolás dijo...

Me alegra de que te haya gustado, Fantasmas. Es una especie de Batman viendo cómo mueren sus padres o un Peter Parker comprendiendo las enseñanzas del tío Ben.

¡Eso demuestra que eres un gran investigador! Estás atento a los mínimos detalles. Benjamín es el menor de los hijos de Jacob, el último de las doce tribus de Israel. YT Broski lo escuché hace un montón de tiempo en un episodio de Simuladores en donde organizaban la forma de que un joven judío y una muchacha católica contrajeran matrimonio sin que sus familias pusieran el grito, la casa y el perro en el suelo. Y bueno, supongo que estar una semana en Berlín (¡yo todavía sigo esperando crónica XD!) ayuda a reconocer esas cosas, ¿verdad?

¡Elen síla lumenn'omentielvo!